Aquí.

Te vi, esa tarde antes de salir de casa, te vi.

Estabas tranquilo, con tu típica sonrisa, frente a tus plantas, con un sombrero puesto de forma graciosa.

Así como ya acostumbrabas.

Y te gustaba.

Te causaba risa.

Te vi y me acerqué a ti, pero con un poco de temor.

No quería que tú resultaras enfermo por mi culpa.

Ya tenías suficiente con la cruz que cargabas sobre tus hombros por unos tantos años y que se notaba entre las pequeñas grietas y manchas claras sobre tu piel.

Me despedí de ti, como acostumbraba cuando iba a salir.

Me sonreíste con la mirada, con esa mirada tan pacífica, comprensiva, tierna y atenta.

«Nos vemos más tarde, gracias», dijo tu grave voz.

Aún resuena como un eco entre los pasillos de mi mente.

Nadie me dijo que esa iba a ser la última tarde que te vería.

Te vi, esa noche al llegar a ese lugar, te vi.

Estabas en paz, descansando, dentro de una cama plateada con detalles dorados.

Colores que te gustaban, que dejaste en esa última puerta que pintaste.

Rodeado de flores, velas y personas que te aman.

Y me imagino que lo disfrutaste.

Te vi y me acerqué a ti, con mucha tristeza en mi corazón.

Pero no quería que sintieras dolor por verme llorar.

Estabas bien, estabas feliz, tenías todo aquello que siempre quisiste y en el momento justo, llego a ti; me lo dijiste con claridad: todo tiene solución, incluso la muerte.

Me despedí de ti, frente a tu tumba, ya no volvería a verte sonreír.

Sentí que me tomaste del brazo, tú no me abrazaste, pero sentí tu ternura, tu paz, tu comprensión...

«Te llevaste mi brocha y mis ganas de pintar contigo», dije mientras intentaba no ahogarme entre mi llanto.

Aún escucho tus pasos y tu risa como una melodía distante entre los pasillos de mi mente.

Ahora, cada que la Luna está llena, te veo aquí.

Alumbrando el callejón.

No te vayas jamás, por favor.

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-Con todo el amor y el agradecimiento del mundo, a mi abuelito; mi padre, mi maestro, mi «tío». Me haces mucha falta, pero aún estás aquí... No olvides que te quiero.